La frustración es esa desagradable sensación que experimentamos cuando no se ve cumplida una expectativa que esperábamos alcanzar.
Es, pues, un problema de desajuste: La cuestión no estriba en que consigamos mucho o poco, sino en la diferencia entre lo que esperamos y lo que conseguimos. Y tal como aprendimos en nuestras primeras clases de aritmética, la magnitud de una diferencia depende de las magnitudes del minuendo y del sustraendo. Cuanto más altas sean nuestras expectativas, más probabilidades habrá de que no se cumplan, y por lo tanto, de que aparezca la frustración.
Una característica común en los afectados de TP es la baja tolerancia a la frustración. A todos nos molesta que no se cumplan nuestros objetivos, pero más o menos nos aguantamos y nos resignamos, e incluso a veces sacamos conclusiones de los fracasos, y aprendemos cosas que nos servirán para hacerlo mejor en el futuro.
No suele ser este el caso de los afectados por el TP. Ni se aguantan, ni se resignan, y pocas veces sacan conclusiones y aprenden para el futuro. Peden dejarse llevar por la rabia y por la agresividad, o bien inclinarse hacia la evitación y la pasividad.
Para evitar esas reacciones, a menudo los familiares intenten reducir las frustraciones de sus hijos o hermanos, lo cual parece recomendable. Sin embargo, no siempre se hace de la mejor manera posible.
Cuando tratamos de reducir el desajuste entre lo esperado y lo obtenido por un afectado de TP, actuando sobre lo obtenido –es decir, poniendo nosotros de nuestra parte lo que él no ha conseguido-, estamos propiciando su dependencia, ya que continuará fijándose metas inalcanzables, y exigiendo que nosotros las cumplamos por él.
Por eso, la mejor manera de contribuir a reducir la frustración de los afectados de TP es ayudarles a rebajar sus expectativas, y, sobre todo, no ser nosotros mismos los que fijamos metas inalcanzables para ellos.